jueves, 26 de julio de 2012

Lluvia

La tormenta ha empezado, y con mucha más fuerza de la que esperaba. Desde la ventana no se puede llegar muy lejos con la vista, y se ven las pequeñas gotas que el viento arrastra a ras de suelo, como una pequeña tormenta de arena licuada. El estrépito del agua al golpear en los cristales se hila junto a los truenos, haciendo que salir fuera sea toda una odisea para el oído, y dentro de casa, una sinfonía.

Yo, por mi parte, me resguardo bajo el tejado. Deseo con todas mis fuerzas salir, arrancarme la ropa y disfrutar de las miles pequeñas puñaladas heladas que regala la lluvia. Pero eso sólo podría hacerlo estando junto a mi otro yo. Pudiendo verme en el espejo... pero ahora, cuando miro, no veo nada. A lo sumo algún recuerdo.

Así pues, trato de sentir el calor del hogar, la otra faceta de la tormenta. Pero aún con un buen videojuego y un batido de chocolate con leche condensada no consigo sentirme bien. No me acerco ni lo más mínimamente a la sensación que busco, esa que estaba en el pequeño hueco entre el sofá y el ventanal en ese piso de la calle Guadalquivir. Qué días fueron aquellos -y parezco un anciando hablando de mi juventud- en los que aún no sabía hacia donde debía ir mi vida. Tan despreocupada, tan vacía.

Ahora toca la misma odisea de todas las noches. Ir a la cama ya, o ocuparme en cualquier cosa hasta que el agotamiento me venza. Sé que acabaré haciendo lo segundo, por mucho que desee tener la primera opción. Hay que aprovechar el tiempo, me dice alguna parte de mi cabeza. Supongo que me da miedo dejar tiempo a las cavilaciones y que estas me lleven a algún lugar brumoso, lleno de peligro y temores ocultos, dolor que sólo se puede sentir imaginándolo, pero que acaba surgiendo entre los caprichosos deseos de mi cabeza.

Voy a dejar ya que la pelea se dispute sola. Así que, señores, les deseo muy buenas noches.

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