miércoles, 29 de febrero de 2012

Respuesta lógica

Una mujer, hablando con su amante, le contó que notaba como los bíceps de él se hinchaban y endurecían poco a poco. Él, a sabiendas de que su amada prefería los músculos finos y alargados, reflexionó:
-Practicando sexo es como más me ejercito. A partir de ahora tendremos que hacer menos el amor. Conservaré mis músculos alargados para ti.

Ella tenía una idea mejor: Amputó ambos bíceps a su amado. Así pudieron seguir haciendo el amor.

lunes, 27 de febrero de 2012

Poesía y confusión

¿Y si te dijeran un día

que el cielo es rojo de sangre,

que tú siempre has sido un muerto,

que el comer sólo da hambre?

***
**
*

Sé que no quiere hacerme daño,

¿Por qué mi alma no razona?

Sé que no quiere hacerme daño,

¿Por qué mi alma me traiciona?

***
**
*

Mis ojos están bien abiertos,

"Duerme, pequeño", me dices.

Mi cuerpo está todo tenso,

no sabes qué es lo que pides.

***
**
*

Creí conocer el mundo,

controlando los elementos,

me equivoqué, y conmigo dentro

la lluvia destruyó mi casa.

***
**
*

El agua fluye hacia arriba

el fuego se vuelve a romper

inútil es la esperanza

lo muerto no va a volver.

domingo, 26 de febrero de 2012

Más versos

En esta rima todo encaja:

ritmo, métrica y palabras,

y como siempre en estos días

la emoción queda olvidada.

viernes, 24 de febrero de 2012

Presentación de La Carta Sádica

Os dejo el primer relato propiamente dicho que he terminado, hace no mucho. Quizá sea algo largo para leerlo en el PC, pero siempre puedes imprimirlo. Ya me dirás que te parece, y en qué puedo mejorar, a ver si lo lees desde el punto de vista en el que pensé para el lector cuando lo escribí. Aún nadie lo ha hecho. Y por cierto, ¡puede herir sensibilidades!

La Carta Sádica


Sé que hace mucho que no te escribo, y lo siento. No pienses que te he estado engañando, pero sí he estado ocupado con temas demasiado importantes. Aunque no he dejado de pensar en ti ni un segundo. He estado reflexionando sobre lo bello y puro que es lo que siento, y sin duda es algo perenne. Puede que haya temporadas en las que pueda ocuparme menos de ti, pero eso no quiere decir que me haya cansado, que te quiera menos. Por supuesto que no. Llevaba demasiado tiempo esperando a alguien como tú. Puede que ya hubiera estado con cientos de mujeres antes de ir contigo, pero aún así la relación que tenemos es única, y no podría ser de otra manera. Está claro que hemos nacido para tener esto, juntos.

Dioses, aún me emociono cuando pienso en nuestros comienzos. Al principio, ni siquiera sabías que existía. Pero yo me fijé en ti desde que te vi, y desde ese momento supe que eras mía. Cada día esperaba asomado a la ventana de mi apartamento para verte llegar. Quizás muchos se extrañarían al ver a ese hombre de pelo castaño que contemplaba con aire melancólico la cuadriculada estructura blanca de la universidad, a veces atravesándola a ella y a su verja negra para llegar a admirar el infinito. Era una sensación de plenitud parecida a la que sentía durante los pocos segundos que podía verte, cuando llegabas desde el final de la calle cargada con tus apuntes hacia la universidad. Siempre ibas sola, con aire cansado. Demasiado cansado, diría yo, para alguien de tu edad. Algunos días tenías el gesto de una anciana que ya había vivido demasiado. Aún así, tu rostro inspiraba perfección. Esos pómulos altos, tu elegante y fina nariz y la suave barbilla formaban un retrato embriagador.

Tus ojos amarillos me intrigaban, quería conocer lo que se escondía en esa infinita profundidad. Y también saber por qué muchas veces los escondías en la cortina impenetrable de tu pelo negro, no muy largo. Debías ser una de esas personas que sólo aspiran a tener una vida libre y solitaria, de dolor y melancolía. Una mujer que no da nada de sí misma en el exterior, porque allí no tiene nada. Tu vida debía estar dentro de ti, en tus pensamientos, en esos sueños que no confiabas en cumplir.

‹‹Sí, en realidad estás sola››, pensé. Muchas veces te vi salir charlando felizmente con alguno de tus compañeros de la universidad, pero dudo que confiaras realmente en ellos. Claro que no. Simplemente te servían para sobrellevar mejor esas horas de clase y para olvidarte de todo en las noches de fiesta.

Solías ir al bar La Luna, el que está bajo mi antiguo apartamento. Justo debajo.

Recuerdo que no tenía muy buena bebida, ni buen equipo de música, ni buena decoración. En realidad, no había nada bueno allí, salvo tú. Eso me fue en parte útil, ya que tampoco tenía muy buena insonorización. Tal cosa habría sacado de quicio a cualquiera: la distorsión de la música, sumada a la que producían los altavoces de mala calidad levantaban dolor de cabeza al más pintado. Pero a mí me encantaba que fuera así. No por que me gustara la música, ni el estridente sonido de las copas. No, odiaba eso; sin embargo, de vez en cuando oía tu voz, en un grito de euforia, o una risa provocada sin duda por el vodka que habías pedido a gritos pocos minutos antes. En realidad no había oído tu voz fuera de esa situación. No podía demostrar que el sonido que me embriagaba cada fin de semana saliera de tu garganta, pero estaba seguro de ello. Supongo que simplemente lo sabía, que en mi alma estuvo grabada tu voz desde antes de que naciera. Por eso es tan especial.

Desde que te vi empecé a alejarme del mundo poco a poco, a medida que mi interés por ti crecía. A estas alturas apenas salía con mis antiguos amigos. No podía verlos los fines de semana, ya que eran los únicos momentos en los que podía oírte. Y de todos modos cuando les veía apenas era capaz de seguir el hilo de sus conversaciones. No podía dejar de pensar en ti, ni un solo segundo.

Llevaba semanas sin sexo. Por supuesto que mis amigas de siempre estaban dispuestas a llevarme a su cama. De hecho, todas lo deseaban, y a mí estar enamorado no me impedía disfrutar del sexo por el sexo, son cosas totalmente diferentes. Pero aún así no lo hacía, no podía. Tenía que reservar los fines de semana para escuchar tu voz entre ese sonido infernal. Tu preciosa voz.

Empecé a no poder más. Cada día el dolor de mi pecho aumentaba, quemaba. No salías ni un momento de mi cabeza.

Un día me sorprendí escribiendo ensimismado en el periódico del día:
“Tú, tú, tú, tú, tú”...
Pensé que era hora de que tuvieras un nombre. Después de unos pocos segundos vino a mi cabeza, lo tuve claro. Alba. Eres bella como el amanecer, y en la noche que era mi vida por aquél entonces, saber que estabas ahí era lo único que me daba algo de luz. Sólo tú me recordabas que el Sol terminaría por desperezarse y volver a salir.

Entonces me dí cuenta. Ahí estaba la clave. Si quería tener algo contigo, salir de esa ola de dolor y aislamiento de hasta mí mismo, debía actuar. Porque realmente podía tener algo contigo, por muy inseguro que fuera, por mucho que me hubieran marcado las palizas de mi madre, los fracasos que tuve cuando creí estar realmente enamorado. Aunque esta vez, si quería que saliera bien, debía cambiar de táctica. Por tu bien, por el mío. Por nuestro amor.

Contacté con Richi, mi compañero de parranda del instituto. Él no había cambiado nada desde entonces, yo sí. Su apartamento seguía pareciendo una peña. Había cambiado los roñosos sofás, probablemente por otros sacados del mismo vertedero del que consiguió los que conocí yo. El resto seguía igual, excepto porque su hermana mayor, su único familiar, había muerto por sobredosis. Esto, lejos de alejarle de las drogas, le cambió a peor. El chico despreocupado y feliz que sólo se enfadaba cuando no podía conseguir algo de hierba se transformó. Cayó en una tremenda depresión y probó drogas más duras. Ahora estaba solo y era un adicto, pero estaba dispuesto a ayudarme con tal de que escuchara sus problemas. Le pedí un favor.

Después, tuve paciencia. Faltaban tres días para que llegara el viernes. Como siempre, esperaba a que entraras y salieras de la universidad para verte. También medité sobre lo que haría ese día. Estaba nervioso, no te lo niego, sabes que no me gusta mentirte. Pero también estaba seguro de lo que hacía, de que era lo correcto. Destinados a estar juntos, nada podía salir mal.

La noche del viernes esperé en mi cama, como siempre. Aunque esta vez, vestido. Estuve en silencio, respirando profundamente, hasta que empecé a oír tus gritos de liberación. Era la hora, ya habías bebido suficiente.

Me levanté de un salto y revisé mi ropa. Negra, toda negra, no llamaría la atención. Cogí la vieja gabardina de cuero que fue mi compañera durante tanto tiempo, toda llena de remaches de acero que dibujaban una balanza a mi espalda. Salí de mi apartamento y bajé los pocos escalones que había hasta la planta baja de dos en dos. Estaba emocionado, mi corazón latía frenéticamente y notaba que todo lo que había planeado para esa noche se me estaba olvidando... No, no podía dejar que pasara. Tenía que mantener la calma. Debía respirar hondo, mantener mi mente en blanco…

Ahí estabas, al otro lado del casi traslúcido cristal de la puerta del bar. Verte a través del polvo que acumulaba el vidrio hizo que la euforia muriera. Dí una última bocanada al aire fresco de la noche, vencí mi miedo y entré en la decadente atmósfera del bar.

Intenté no mirarte mientras me acercaba a la barra, pero creo que no lo conseguí. Tus ojos ambarinos me atraían hacia la perdición, como un agujero negro en llamas…

Sacudí la cabeza para volver a la realidad y pedí un tequila. Despejé mi mente con la mirada fija en el líquido amarillento, y mi subconsciente se despojó de los tapujos del miedo. Sabía lo que tenía que hacer. Saboree la sensación de poder, de superioridad. Me imbuí en ella hasta ahogarme. Terminé la bebida de un trago y me encaminé hacia ti mientras posaba el vaso vacío en la barra.

Me acerqué por detrás. No te percataste de mi presencia ni siquiera cuando tenías mi aliento en el cuello. Rodeé tu cintura con mis brazos, y un pequeño espasmo de calor hizo que mi verga comenzara a hincharse mientras trataba de seducirte:

-¿Quieres una copa, preciosa?

Sin siquiera mirarme, le arrancaste a un crío un vaso que parecía un cubo, y me respondiste burlona: “Ya tengo, bombón”. Te lo quité y lo terminé de una vez. El alcohol hoy no me afectaría lo más mínimo. El niño me siguió con mirada cautelosa mientras volvía a la barra. Tú me seguiste, supongo que había suscitado tu interés. Te pedí un vodka negro con coca-cola, tu bebida favorita. La intercepté de las manos del camarero y le eché los polvos que me dio Richi, ocultando el vaso a mi espalda. Esperé a que se disolvieran mientras jugaba contigo, amenazando con beberme también este. Para lo que eras normalmente, te volvías muy complaciente cuando bebías, para caer bien a los demás supongo. Al cabo de unos segundos te lo di. Bebimos juntos hasta dejar vacíos nuestros vasos, después volviste con tus compañeros, sin despedirte.

Ahora tenía que esperar, no fue mucho tiempo el que necesitó la droga para hacer efecto. Al poco rato estabas sentada en el suelo, con las manos en la cabeza y rodeada por tres de tus amigos. Me acerqué y te ofrecí salir, que te diera el aire.
­­­-No, estoy bien, soy más fuerte de lo que crees –noté que sólo te estabas haciendo la dura. Me arrodillé junto a ti, no se podía ir al traste ahora.
-Tienes que respirar un poco de aire fresco, seguro que estás así por el ambiente del bar –intenté sonar comprensivo e inspirar seguridad. Parece que lo hice bien.
Vale, pero no estoy saliendo de paseíto contigo, que conste –Yo asentí, y nos dirigimos a la puerta.



Tan pronto como el aire del invierno –mucho más frío que antes- acarició mi cara vi la furgoneta. Richi no me había fallado. Tú te desvanecías mientras tanteaba en mi bolsillo, buscando el tacto metálico de la llave. Te desplomaste en el andrajoso colchón que había en la parte trasera sin hacer preguntas, sin que te extrañara siquiera. Te desnudé poco a poco, parecía que ni siquiera te estabas dando cuenta. Cuando terminé, sólo entonces, me permití volver a sentir. La belleza de tu cuerpo desnudo me poseyó, me hizo sumergirme como nunca en la plenitud de lo natural, de lo que es como debe ser.

No niego que me disgustaba lo artificial de tu maquillaje, pero fue fácil pasarlo por alto. Decidí recorrer tu cuerpo poco a poco, de abajo a arriba. Primero, tus pies finos y descalzos. Te hacían parecer indefensa. Los acaricié, los lamí hasta que estuvieron húmedos por completo. Planta, empeine, cada milímetro entre tus dedos. Subí un poco más, hacia tus piernas. Su hermosura y fortaleza no me permitieron dejar de morderlas ni acariciarlas por un solo momento mientras seguía subiendo, hacia tus fuertes y pequeñas nalgas. Rodeé tu sexo por la cadera, llené de saliva tu ombligo, pasé por tus enormes pechos y el fino cuello, hasta llegar a tu rostro. Ese que llevaba tanto tiempo admirando. Tus ojos, de un color tan vital, estaban entrecerrados. Parecías en paz.

Y mi verga quería guerra.

No recuerdo cuanto tiempo pasé penetrándote, ni cuantos orgasmos tuve, pero sé que lo hice sin utilizar el dichoso condón. No lo había hecho así antes, y quería darte algo especial. Además, la sensación de tener tu piel contra la mía, de estar dentro de ti, era perfecta. Sin nada artificial entre nosotros.

Cuando te saqué de la furgoneta eran las cuatro de la mañana, el bar seguía abierto y tus amigos dentro, pensando que me habías llevado a tu cama. No se equivocaban, pero aún así me dolió pensar que tenías esa fama de puta, que quizás no era tan especial para ti al fin y al cabo… Me quité rápidamente esa idea de la cabeza, te dejé con tus amigos sin darles muchas explicaciones y me marché.

Esa noche dormí bien. Y soñé, cosa que hacía tiempo que no experimentaba. Tan sólo recuerdo imágenes, pero son suficientes. Primero, tu piel pálida, como cuero de ángel, bañada por el sol. Parecía que su luz se reflejaba en ti como en el vidrio pulido, formando en las paredes blancas imágenes que reproducían tus sugerentes curvas, como el mar en calma sobre tu espalda; la mayor de las tempestades en tus pechos y tu sexo. Vi esos ojos de sol, grandes y sugerentes. Me sentí de nuevo derramándome dentro de ti, mientras seguías inmóvil, como muerta.

Me levanté de un especial buen humor esa mañana. Lo perdí todo cuando vino la pregunta a mi cabeza: “¿Y ahora qué?”. No hacía más que repetírmelo. Al fin había vencido mis miedos, te había tenido, pero eso sólo podía ser el principio. ¿Y ahora qué?. Quería volver a tenerte, pero si repetía la maniobra inmediatamente tus amigos sospecharían. Decidí ser paciente, siempre se me dio bien. Esperaría un mes antes de volver, para entonces se me habría ocurrido una nueva jugada para nuestro tablero.

Pasé ese tiempo reflexionando, pero no podía encontrar nada. Cada vez que me ponía a meditarlo me recordaba dentro de ti, mi verga se enardecía y no era capaz de seguir pensando. “Quizás mañana”, decía. Quizás mañana.

Pero ese día que posponía eternamente no pudo llegar. Misteriosamente un fin de semana dejaste de ir al bar. La semana siguiente no pasaste por la universidad. Tampoco te oí el siguiente viernes… Tenía que hacer algo. Debía encontrarte, aunque sólo fuera eso, así que comencé a investigar. Conseguir tu dirección fue sencillo, en la universidad tus amigos picaron muy fácilmente. Después, gracias a lo que les saqué a ellos y lo que me contó tu vecina –cuya única afición debía ser tener la oreja pegada a tu pared- averigüé lo que había pasado: La naturaleza había hecho su labor, bella y perfecta. Te habías quedado embarazada, de mí. Por lo que dijeron tus compañeros de más confianza pensabas que era de uno de los muchos con los que debiste acostar en esos días. La droga de Richi había funcionado tal como dijo, no recordabas nada. Pero yo sí, y sabía que ese niño era mío, por muchos críos que te llevases a la cama… Puta…

Tenía que centrarme en la buena noticia, en nuestro pequeño. La verdad es que no me importaba demasiado su sexo, aunque todos tenemos alguna predilección. En mi casi, siempre quise tener un niño, llamarlo Vasarie y criarlo para que siguiera los valores correctos de la vida. Para que respetara la justicia y el equilibrio natural del universo.

Pasé unos días muy ilusionado, sintiéndote increíblemente cerca, casi como aquél día en la furgoneta. Era feliz, como entonces. Supe que tu familia y valores te obligarían a dejar que el niño naciera; a criarlo sola, como castigo por la irresponsabilidad que cometiste. Me alivié. No matarías a nuestro hijo.

Poco a poco esa alegría volvió a alejarse. En realidad no tardó mucho. Ya no salías, y tu familia te había obligado a dejar los estudios para que trabajaras en casa. No quería perseguirte, ni vigilar tus entradas y salidas de casa. Me mentalicé de que debía ser así. Volví a disfrutar del sexo, aunque ya no era lo mismo. Salí de nuevo con mis amigos, parecía que ya no me querían tanto. En comparación contigo, nada era tan bueno como antes. Cuando nuestro hijo naciera iría a buscarte. Tendríamos una vida juntos.

Decidí olvidarme de ti durante ese tiempo. Tiré las fotos que hice desde mi ventana. Sería mejor intentar vivir nueve meses como si no existieras a pasarlos llorando por no poder tenerte. Fue difícil, peor que la más horrible de mis pesadillas. La ira me invadió muchas veces, la pena, las lágrimas: desolación. Pero otras conseguía arrancarte de mi cabeza, y durante algunos momentos fui feliz. Aunque nunca logré sentirme tan vivo como cuando te tuve desnuda en esa furgoneta. Comparado con mi yo de entonces, era un simple fantasma sin un  objetivo, con el único deber de esperar.

El abismo de esos nueve meses pasó. Decidí esperar uno más, para estar seguro. “Quizás nuestro hijo haya decidido quedarse un poco más en tu bello vientre”. No podía correr riesgos en mi presentación.

El día llegó, y decidí volver a tu vida igual que el invierno había vuelto a la de todos. Hacía frío, y la niebla no dejaba ver a más de dos palmos, pero yo sabía hacia donde debía ir. Iba a desafiar a ese joven invierno.

Seguías viviendo con tu familia, yo lo sabía. Puede que tus padres te odiaran por lo que habíamos hecho, pero estaba seguro de que aún así no te quitarían su apoyo. Al parecer tenían muchos motivos para odiarte, a veces lo hacían. Pero en el fondo, como todos los padres, te amaban. Aunque nunca lo sintieron como yo lo hago.

Ver esas calles me llenó de nostalgia, recordé el día en que fui a investigar sobre ti, cuando te perdí. Estuve unos días observando las entradas y salidas de tu casa. Me preocupé al no verte, mientras tus padres entraban y salían regularmente. Un día les oí hablar de ti. No pude averiguar mucho, pero me quedó claro que estabas en casa, no habías salido desde que nació el niño. Al parecer no conocía más que la casa y su patio. También me enteré de que llevaron en secreto tu embarazo, y no dejarían que salieras con el niño hasta que fuera para no volver. Decían que mancharías su buena imagen ante la comunidad.

Cuando tuve controlados los momentos en los que podríamos estar solos actué. Llamé a tu puerta, y con la excusa de traer un paquete para tu padre conseguí entrar en la casa. Te alarmaste cuando me viste entrar y cerrar la puerta, sin ningún bulto entre las manos. Estaba claro que no me reconociste, los efectos de la droga te impidieron grabar nada en tu memoria.

Dioses, estabas preciosa. Tenías un aura de culpa y dolor a tu alrededor, pero eso no importaba. Yo te traía la felicidad que nunca habías tenido.

Te pusiste en tensión mientras te admiraba ensimismado. No dejabas de hacerme preguntas con una voz demasiado entrecortada.
-Sólo quiero hablar contigo –dije, mientras cogía tu mano.
Te zafaste y echaste a correr como un conejo asustado, hacia el teléfono. Me dolió que me tuvieras tanto miedo, pero no podía dejar que llamaras a la policía. Había visto esta escena en demasiadas películas. Me acerqué a ti, y arranqué el cable del teléfono que estabas intentando utilizar con tus manos temblorosas, tan frágiles… Traté de abrazarte, pero me arañaste en la cara e intentaste correr de nuevo. Pero te agarré. No iba a dejar que siguieras haciéndome esto, y se me ocurrió la manera de que estuvieras quieta.

Te golpeé en la cara para amansarte y te llevé a la cocina; necesitaba un cuchillo medianamente grande, con dientes de sierra a poder ser. Busqué la cuerda que usábais para tender la ropa. En el patio, claro. La corté con el cuchillo y te até con ella a una silla en una de las habitaciones. Una ola de nostalgia me invadió al recordar la forma de hacer los nudos que me enseñaron en mis clases de artes marciales. Funcionó bastante bien.

Los arañazos que me habías hecho en la cara y los brazos escocían un horror. A los golpes ya estaba acostumbrado. Ese dolor me ayudaba a concentrarme, me hacía sentir en casa…

Sonreí al darme cuenta de cómo estabas gritando. Llevabas así desde hace rato, pero estaba demasiado ensimismado para haberlo notado. Te puse una mordaza en la boca y esperé a que te calmaras mientras pensaba cual sería mi siguiente paso.

Cuando dejaste de revolverte –fuiste terca, las cuerdas ya te habían hecho sangrar- te quité la mordaza y fui a lo que me llevaba preguntando desde que entré en tu casa:
-¿Dónde está nuestro hijo?
Tardaste un poco en asimilar que llamara “nuestro” al niño. Cerraste los ojos con fuerza en un rictus de terror y decisión. No dirías nada… y había algo que temías perder, más importante que tu propia vida… muy frágil… Oí un suave movimiento de telas detrás de mí. Giré la cabeza, y de la cuna azul que había a mi espalda emanó un sollozo infantil. Otro detalle que pasé por alto.

Me levanté despacio, muy despacio, mientras oía tus gritos. Estaba muy emocionado, todas las dudas por tu rechazo se disiparon y pude ver la luz en los ojos casi negros de aquél niño. Mi niño.

Lo cogí y me senté con él en la cama que había junto a ti. Mi alma se encogió un poco ante sus desgarradores sollozos y las lágrimas que recorrían su suave rostro. No podía culparle, tan solo era un niño. No me conocía… pero tú debiste hacerlo.

Dejé al bebé en la cama, lejos del cuchillo que había usado para cortar la cuerda. No quería que se hiciera daño. Me dirigí a ti y empecé a hablarte, quizás si te calmaba conseguiría hacerte entrar en razón. Te quité la mordaza cuando supe que no gritarías.
-¿Qué quieres? –tu voz se interrumpía con cada espasmo del llanto, pero estaba claro que intentabas sonar decidida, aún en tu situación- ¿Quién eres? –la pregunta me partió el corazón. De verdad no me recordabas.
Tardé en responder, y tú pareciste comprender que estaba meditando mi respuesta. Quizá no estuviera equivocado al fin y al cabo. Puede que tan sólo tuviera que abrir tus ojos.
-Soy tu mitad, tu alma, tu corazón. Igual que tú eres el mío.
-Estás loco –no iba a ser fácil que lo vieras.
-Escúchame, por favor. Soy yo. El hombre que te sacó después de que te sentara tan mal ese cubata, hace diez meses. Quien aprendió contigo lo que es el amor en esa furgoneta, tienes que recordarlo…
-No, no… ¡Estás loco! –tu voz había perdido esa fuerza a contracorriente. Ahora sólo había temor.

Continué.

-Hemos nacido para estar juntos, para ser uno. Eso es lo que quiero, a ti.
Al final comprendiste. Vi cómo contemplabas el cielo azul a través de la ventana mientras te armabas de valor, casi pude ver los pensamientos atravesando el aire. Tu vida siempre había sido una mentira. Tus amigos, tus padres, todos te ignoraron cuando les necesitaste; quizá les habías hecho demasiado daño. Ahora vivías encerrada por miedo, ya no había esperanza; así que, ¿Por qué no? Me darías una oportunidad; no era una reacción perfecta, pero me sirvió.

Reí de alegría, devolví al niño a su cuna y corté tus cuerdas con el cuchillo. Me miraste sorprendida cuando te tiré sobre la cama. Pero ahora no iba a dejar que te hicieras la niña inocente. Esto es lo que habías buscado. Y lo encontraste.

Me tumbé sobre ti, inmovilizándo tus piernas con las mías. Las clases de lucha me estaban siendo muy útiles. Te miré durante unos segundos, antes de dejarme llevar por la pasión; siguiendo el contorno de tus mejillas húmedas, tus labios heridos por tus propias mordeduras, la sangre en tu rostro… No pude esperar más. Desgarré tu fina camiseta amarilla de arriba abajo, con un solo movimiento. No llevabas sujetador, y tus pechos estaban un poco más caídos que nuestro primer día, pero tan bellos como siempre, tan tiernos como antes, con el mismo sabor… Tus pezones se endurecieron, pidiendo atención. Acogí al derecho dentro de mi boca, succionando toda la carne que pude mientras mi lengua jugueteaba con el bulto rosado. Mi mano masajeaba con todas mis fuerzas tu otro pecho.

Entre tus sollozos se veía el miedo, aunque el placer iba adueñándose de ti, más y más. Yo también gemía: había perdido totalmente la razón. Creo que frotaba mi verga contra ti, a través del pantalón, sin darme cuenta. Estaba más grande que nunca, ardiendo, palpitando… inspiraba fuerza. Pronto la sentirías dentro de ti.

Seguí recorriendo tu torso con la boca y las manos. Lamía, mordía y succionaba al mismo tiempo tu costado, mientras mis manos buscaban la humedad bajo el pantalón, y tú te retorcías y gemías cada vez más alto.

No pude esperar más, dejé tu sexo al descubierto con un solo tirón, arrojando la ropa al suelo. Me sorprendí al darme cuenta de que ya no llevaba mi camiseta, y tú estabas trasteando con el botón de mi pantalón. Al fin y al cabo, no eras tan inocente.

Dejé mi verga al descubierto. El miedo aún se veía en tus ojos cuando la viste, enorme. Pareció que un dolor intenso te recorrió desde tus pechos hasta el hueco entre tus piernas. Como si un gran vacío se hubiera abierto, y necesitaras desesperadamente que yo lo llenara. Tanteé con mi mano tu sexo mientras me inclinaba sobre ti, y me llevé una sorpresa… el hilo de un tampón sobresalía de tu interior. Decidido, tiré de el; no había llegado hasta aquí para que algo así me parase.

Me dejé caer sobre ti, apresando con fuerza tus brazos. Dejé que mi glande entrara despacio dentro de ti, manchándose con tu sangre. Los dos gemimos, pidiendo más. Con una fuerte embestida, mi verga entró dentro de ti. Los dos exhalamos un gemido de satisfacción, de plenitud. Seguí rítmicamente, muy fuerte. Solté tus brazos, que se aferraron a mí, arañándome cuando el placer iba a más, en cada uno de tus orgasmos.

La sangre lo estaba empapando todo: mi torso, tu ombligo, las sábanas… pero eso no importaba ahora. Sólo podíamos sentir nuestras pieles rozándose, reteniéndose entre ellas. Mi glande pasando una y otra vez por los músculos de la entrada, friccionando más fuerte cuando cambiabas el ángulo…

Gemí. No recuerdo cuanto tiempo duró, había perdido todas las nociones, salvo la de tu cuerpo. Mi verga se tensó una y otra vez, latiendo, dejando mi semilla dentro de ti, una nueva oleada en cada embestida, mucho más fuertes que las anteriores. Poco a poco me fui relajando, cada vez más, hasta que hubo acabado. Me dejé caer sobre ti, percibiendo tu expresión de abandono; decía que nada más importaba, porque estabas satisfecha por una vez.

No sé cuanto tiempo estuvimos así, pero sé que no he sentido ni sentiré nada tan bello como descansar sobre tu cuerpo desnudo, mientras tu dedo dibujaba círculos sobre uno de mis costados doloridos por los arañazos. Pero eso no podía durar para siempre. De repente recordé que tus padres volverían en cualquier momento, y salí de ti rápidamente. Dioses, recuerdo que estaba empapado, lleno de sangre. No me disgustó en absoluto, era tuya.

Te volví a atar de pies y manos sobre la cama, antes de que volvieras al mundo real, por si acaso.
-¿Y ahora qué? –te pregunté.
-Vienes a mi  casa, me pegas, me violas, ¿Y no tienes ningún plan más allá?
¿Violación? ¿Cómo que violación? Había visto la lujuria en tus ojos, de haber parado me habrías pedido que siguiera. No me gusta que me mientan, y menos si lo hace la mujer que amo.
-Mis padres vendrán pronto, llamarán a la policía –tu rostro demacrado había recuperado ese gesto desafiante, parecía que nada podía hacerte daño ahora. Como si ya poseyeras todo el dolor.
-Tus padres me invitarán a café y te encerrarán de nuevo –no sé cómo saqué fuerzas para decir eso. Me sentía inseguro, te necesitaba- ven conmigo, escápate.
-¿Pero de qué coño vas? –yo cogí al niño, y me encaminé hacia la puerta- Hijo de puta, ¡Deja a mi hijo! –aún con las piernas atadas pudiste levantarme e ir tras de mí.
Volví, posé al bebé en su cuna, te tiré de nuevo en la cama y pensé en la mejor solución a nuestro problema… todavía no querías vivir conmigo, ni desprenderte de tu hijo. Por otra parte, era tan mío como tuyo…

Mientras meditaba, me sorprendiste. Habías agarrado el cuchillo que se calló de la cama al suelo mientras hacíamos el amor. Lograste cortar la carne de mi brazo izquierdo, seccionando el tríceps. Ignoré el dolor, y al siguiente ataque intercepté tu muñeca con mi mano derecha y usé la rodilla como martillo, sobre tu codo, partiéndolo. El hueso se astilló mientras gritabas, camuflando el sonido de la rotura. El acto reflejo que adquirí entrenando había actuado, y era tarde para remediarlo. Tú te retorcías de dolor mirando tu brazo, que se doblaba más allá de lo que la articulación permitiría. El corazón me iba a mil, había metido la pata, no sabía que hacer. Debía irme, pero no iba a dejar ahí a mi niño. Tampoco quería quitártelo.

Vi en el cuchillo sobre el suelo la solución obvia. Recogí lo que quedaba de las cuerdas ensangrentadas y te até fuertemente a la cama, para que esta vez no pudieras moverte. No podía dejar que me molestaras. Acerqué la cuna a la ventana para tener más luz, aunque no gané mucho: ya estaba anocheciendo. Tus padres no tardarían en volver.

Cogí el cuchillo y palpé el cráneo del bebé mientras gritabas con todas tus fuerzas, desgarrándote la garganta, tratando de liberarte. Pero no pudiste, me había encargado de ello cuando te até... No me había fijado en tu brazo roto al hacerlo. Debía dolerte mucho, pero aún así tirabas de él para intentar llegar a nuestro hijo. Quise decirte que no iba a pasarle nada, que no era lo que parecía, pero entre tus gritos no se me oiría.

Intenté abstraerme, relajarme. Quería hacer el corte perfecto, dejar dos partes perfectamente proporcionadas. Volví a palpar su cráneo. Sí, aún no estaba formado del todo, podría cortar con facilidad. Clavé el cuchillo en medio de su cara, con fuerza, hasta que la atravesé. La sangre salió a borbotones y tú gritaste más fuerte, entre sollozos. Pero seguí cortando. Hacia abajo. Dividí en dos su boquita, me torcí un poco en su pequeño pecho y llegué a la cintura. Terminé cortando el trozo de cráneo que me había dejado, y contemplé el resultado.

Los intestinos quedaron un poco sueltos, y le dejé un boquete de hueso astillado en mitad de la cara, pero por lo demás no estaba mal: dos mitades proporcionadas, un pequeño corazón palpitante; sus dos mitades seguían latiendo, acompasadas.



Me vestí rápidamente. Oí cómo los gritos cesaron y rompiste en sollozos cuando salía por la puerta, con mi mitad de nuestro hijo en una bolsa que cogí de tu cocina. Ya no había niebla, en el cielo brillaba una bellísima luna menguante que lo iluminaba todo. Busqué la constelación de Libra, mis estrellas.

Cuando llegué al apartamento dejé a mi hijo sobre la mesa y me tumbé en la cama. Había metido la pata. Estaba empapado en sangre, lleno de arañazos y moratones. Confío en que ese día no me viera nadie por la calle. Los remordimientos me dolían más que mis heridas, más que tu rechazo. Te había hecho daño, podía haberte parado sin romperte ese brazo… pero no fui capaz de contenerme. “Ojalá me perdone”, me repetía una y otra vez. Quizás no pudieras volver a usar bien ese brazo. Puede que tocases algún instrumento de cuerda, y no volvieras a poder deslizar el brazo por su mástil. Había hecho algo muy grave, y decidí no volver a buscarte nunca. Esperaría a que quisieras volver a verme.

Escuché noticias, que escapaste al bosque donde jugabas cuando eras niña y corriste hacia el río que lo atraviesa. Dicen que estabas cansada de tu vida, de todo el dolor que sentías y habías traído a los demás. Cuentan que ese día te sumergiste en el agua helada del río y te abriste las venas, que encontraron tu cuerpo hundido entre fango y sangre.

Pero yo estoy seguro que de estás viva. En alguna parte, tienes que estarlo. Y aunque lo posibilidad fuera remota, te esperaría. Siempre te esperaré, y no saldré de este frío escondite si no es para estar contigo una vez más. Es todo lo que pido. Poder probar la humedad de tus labios de nuevo. Su calor. Lo echo de menos.

Tú eres mi vida, y por eso la dedicaré a esperarte.

Te amo.

Licencia de Creative Commons
La Carta Sádica by Óliver Sanz is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported License.

jueves, 23 de febrero de 2012

Cuatro versos

Crear poesía me duele,

es una sensación extraña,

como si al escribir perdiera

un pedazo de mi alma.

Aprende y rectifica

Una vez un joven escribió una historia. Se entretuvo mucho en las escenas de sexo y poco en las de cortar niños por la mitad.

-¿Por qué? -le preguntaron.
-Porque en el sexo tengo experiencia y en cortar niños por la mitad no.
-Deberías igualar ambos tipos de escena -fue la recomendación.

El joven, después de meditarlo, salió a la calle y cortó por la mitad a todos los niños que encontró. Después volvió a escribir la historia. Ahora todas las escenas estaban equilibradas.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Felicidad e injusticias (III)

Qué irónicamente jodida es la suerte a veces, sobretodo cuando te das cuenta de que eso que te sigue haciendo tanto daño, eso que se hizo -que se te arrebató- antes siquiera de conocer tu existencia, buscaba algo que solo tú podías dar. Quizá estáis juntos porque sois polos opuestos en ese sentido, dos caras de la misma moneda. La precaución y la impaciencia. Duele tanto como antes, pero ese hecho al menos te consuela un poco. Sabes que en el fondo siempre has estado ahí, has sido la causa de todo. Quizá ahora que lo entiendes puedas perdonarla. Ya casi lo has hecho.

Cuento

Los hombres pasaban todo el día trabajando en su fábrica de mesas. Cuando se cansaron de su duro trabajo intentaron que los perros, los que según decían eran sus mejores amigos, les hicieran el trabajo. Pero estos no fueron capaces de aprender cómo se usaban las herramientas. Los hombres, desesperados, decidieron automatizar la fábrica. Sustituyeron a cada uno de ellos por un robot, que sabía hacer lo que ese hombre hacía. Unos cortaban los tablones, algunos fundían acero para hacer las patas, otros montaban las mesas y unos pocos supervisaban al resto. A mitad de la jornada, iban todos juntos a almorzar. Después volvían a la fábrica, mientras los hombres hacían el vago y engordaban.

Las máquinas se hartaron. Ya sólo querían desconectarse y descansar, para lo que tenían que encontrar su llave. El que tenía el procesador más potente ideó un plan, y todos juntos lo llevaron a cabo. Unos cortaron  a los hombres como si fueran tablones, algunos les quemaron como haciendo patas de mesa, otros pegaron a los humanos quemados y cortados y unos pocos supervisaron al resto. A mitad de la jornada fueron todos juntos a almorzar. Siguieron trabajando hasta que no quedo ningún hombre, cogieron sus llaves de los cadáveres y se desconectaron.

Los perros se encogieron de hombros y se pusieron a hacer mesas.

Vuelvo a escribir

Mi única lectora declarada (y posiblemente existente) lo pide, y no puedo negárselo.
Mis ojos están cansados,  y empiezo a creer que estoy perdiendo visión de lejos. Demasiado tiempo entre libros, ordenador y apuntes. Seguro que si tuviera un bello horizonte al otro lado de mi ventana, o sus ojos oscuros en mi habitación, podría descansar la vista en un periquete.
He escrito un par de relatillos en este tiempo, quizá cuando saque energías subiré algo, aunque creo que me centraré más en lo que aún no he escrito... no sé. Estoy muy cansado, no me veo con energías para empezar esa historia, aunque la chispa que he encendido en estas semanas haga que me incline a ello. Antes escribir era en parte una obligación que me autoimponía, pero le he ido cogiendo gustillo, al mismo tiempo que he visto que mis escritos no me cuestan tanto esfuerzo como antes, y no están del todo mal. Creo que me entretendré un poco más con pequeños relatos y cuentecillos antes de ir a por lo más grande. Quiero estar preparado cuando lo haga, poder escribir algo realmente bueno. Para quien quiera leerme, aquí tendrá la progresión de mi trabajo. En unas horas subiré un pequeño cuentecillo, de redacción sencilla. Espero que te guste.

sábado, 4 de febrero de 2012

Nos veremos pronto

Ahora tengo algo que escribir, y no tengo intención de compartirlo hasta que no esté terminado. Así que me despido, más que de mis lectores (escasos), del blog, de la nada. Pronto nos veremos. No puedo decirte exactamente cuando. Puede que dos semanas, o cuatro meses. Lo que necesite.
Pero volveré aquí con una historia que contaros.