Esa última etapa de mi
vida fue intensa, y salí de ella como quien abandona el palco de un teatro tras
una buena tragedia. Fue esa clásica historia en la que los amantes viven un
idilio apasionado y perfecto, llena de sueños, esperanzas y los típicos planes que
dos jóvenes tienen como futuro perfecto, hasta que ella duda de la historia que
ha creado, conoce a otro, comienza a hablarle de amor entre susurros, para que
su compañero, ahora un lastre, no lo oiga. Ella sólo ruega por un error de él
para poder repudiarlo. Uno de esos muchos fallos del hombre enamorado: la
evasión de la realidad, el deseo excesivo, la posesión, los celos
injustificados, etc. Y aunque en estas historias los celos nunca son por nada,
ya que el joven puede llegar a ser mucho más perspicaz de lo que parece, a ojos
de los demás siempre serán un error; e incluso ante su pareja infiel, que
llegará a creerse sus propias mentiras. Y así la emotiva y apasionante historia
de amor que ocupó gran parte de la obra se trunca en un tropiezo entre lágrimas
y mentiras, tras el cual no sabes muy bien quién eres, dónde estás, o qué
narices se supone que vas a hacer ahora.
Y así estaba yo hace
un momento, sentado en la acera frente al teatro, con mi mente perdida en la
desazón que mi asistencia a la representación de esa obra me había causado,
mientras mis ojos paseaban entre los grupos de gente bien vestida que comentaba
la obra en el café, sin prestarles demasiada atención. Tras pasar muchas noches
heladoras y días aún más fríos allí sentado, observando sin atención a aquellas
damas y caballeros que entraban y salían del teatro tan panchos, sin que las
tragedias a las que asistían trajeran más consecuencia en ellos que una
agradable conversación sobre su trama, acompañada de un brandy, un café o una
taza de chocolate caliente, decidí que había algo que debía aprender de su despreocupada
conducta. Presté en cada segundo un poco más de atención, dando todo lo que
podía en la observación, pero aun así sin esforzarme. Vi cortos gestos de una desazón parecida a la
mía abandonar sus rostros tan pronto como se cerraban las puertas de los palcos
detrás de ellos, intercambiándose por una sabia, radiante e imborrable sonrisa,
que aún no estaba presente antes de la representación. Fue entonces cuando lo
comprendí.
Las personas que
regularmente entraban y salían de aquél teatro eran hombres y mujeres de
verdad, personas reales y honestas, libres, cuyos actos tenían la capacidad de
repercutir al mundo que les rodeaba, de hacer marcas que no se borraban. En
cambio, aquellos personajes que vivían en el teatro y daban vida cada noche a
la misma historia eran distintos; ellos no estaban hechos de realidad, sino de
un engaño a nuestra mente. No decían la verdad ni eran libres, no se peritían
salir de su vil guion, quizá por miedo. Trataban por todos los medios posibles,
por muy ruines y rastreros que fueran, de engañar a sus espectadores, de
hacerles creer sólida una proyección. Las damas y los caballeros sabían esto;
para ellos era algo intuitivo y normal, y sabían tratarlo sabiamente: durante
la obra cedían ante el engaño, disfrutando de las delicias del calor de los
amantes al inicio de la obra, y sufriendo horriblemente la suerte del
desahuciado a su término, odiando los actos egoístas y cobardes de su
compañera. Pero cuando la representación finalizaba reconocían el poco poder de
los personajes para interferir en su vida, más completa y hermosa, por ser
real.
Y ahora que sé esto,
yo me compadezco: Pobres criaturas que habitáis en los teatros, vuestros
esfuerzos envidiosos por arrebatar su vida a alguien que sí es capaz de
poseerla serán en vano, pues ya todos conocemos la insignificancia de vuestro
ser. Os miraremos desde nuestros palcos, el tiempo justo para recordar las
infinitas posibilidades que nos da nuestra vida honesta, cuántas nos
arrebataría un engaño tan inútil como el vuestro.
Volveremos junto a
nuestros amigos, no junto a esa gente que manipuláis para creeros queridos y
respaldados incondicionalmente, aunque defendáis la más innoble de las causas;
nos abrazaremos a nuestros amantes, no a esa inocente criatura engañada que
usáis para satisfacer vuestros deseos y sentir una chispa de la hermosa
realidad en vuestras vidas, que se esfumará en cuanto os desintereséis y os
decidáis por una nueva víctima. Crearemos algo bueno que perdurará y merecerá
todos los esfuerzos, algo por lo que haya merecido la pena vivir y nos de
fortaleza y juventud hasta el último suspiro, mientras que vuestras mentiras os
marchitarán poco a poco, y os sentiréis sucios y demacrados aún en la juventud.
Para nosotros todo volverá a estar bien tras cada caída, todo vuelve a su
sitio. Para vosotros, significará el fin.
El fin de una de las
muchas representaciones de la obra que ejecutaréis, una y otra vez, hasta el
fin de vuestra inútil vida.
Se puso en pie, y volvió a caminar. Se encontró por
casualidad una de las actrices que participaron en la obra, y la saludó
cálidamente. Su respuesta fue fría y rápida, como si el saludo le hubiera
dolido. Como si tuviera miedo. ¿De que las mentiras que ella misma se había
contado y le permitían mantener su vida se desmoronasen? ¿De ver en los ojos de
su espectador ese brillo sabio y puro que ella nunca podría tener? ¿De darse
cuenta de la jaula que ella misma había construido para sí misma, de que la
claustrofobia le asaltase?
Él no lo supo a ciencia cierta, la verdad. Pero lo que sí
tenía claro era que eso le encantaba. No era un muy buen sentimiento por su
parte, pero hasta las personas como él podían permitirse un exceso de este tipo
de vez en cuando. Sentir que al fin había algo de justicia, que él podía
sonreír y dar calor a los fantasmas que la representación había creado,
mientras la actriz sufría la verdad perforándole la nuca, incansable, cada vez
que pensaba en algo más allá de su obra; tristeza por su vida vacía, e incluso
resentimiento hacia sí misma por ser tan cobarde. Porque hasta los actores
tienen un alma pura que lucha por vivir armónicamente. Esas pobres almas
confinadas entre barrotes de mentiras… Tan hermosas e inalcanzables. Él se compadeció
también de quien tuviera como destino unirse a una de estas almas, pues nunca
podría hacerlo. Quizá esa persona sería elegida como víctima, y vería chispas
del alma de su amante intentando liberarse, se sentiría completo y feliz,
seguro. Hasta que la actriz decidiera que ya había sido suficiente y se
entregase a otro inmediatamente después de abandonarle, o sin esperar ni a eso.
Él pensó que sería una experiencia horrible. Amar algo que sabes que existe,
pero no poder alcanzarlo. Ser rechazado con mentiras cada vez que tratas de
acercarte. Vivir eternamente sabiendo que nunca estarás completo. Como un
fantasma.
Remató estos pensamientos mientras se acercó al café y tomó
asiento, pidió a un camarero de voz serena una taza de chocolate, y dobló su
entrada al teatro hasta hacer con ella una pequeña paloma de papel que posó
suavemente a su lado. Tomó despacio su chocolate, dulce, cremoso, suave.
Envolvió su lengua con una calidez que le meció en reflexiones más agradables.
Lejos ya de pensar en teatro, comenzó a recordar la belleza de quien lo
esperaba en casa, tras haber pasado tanto tiempo fuera. Aún era joven, pero ya
una mujer de verdad. No había quien se le resistiese.
Decidió que en cuanto la viera le invitaría a tomar otro
chocolate en el café del teatro.
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